miércoles, octubre 24, 2007

RAQUEL MOISES FELIX, LA MAESTRA

Nací el 22 de julio de 1946, en Bayate, Guantánamo.

El lugar donde yo nací era un poco complicado. Allí habían emigrado miles de haitianos que trabajaron, hicieron sus fincas y vivieron de lo que hacían.

Soy hija de Mauricio Moisés Claire, nacido el 14 de junio de 1925 en Francia, y donde trabajó como criado en una casa; de allí viajó a Haití, por un problema con la esposa de mi abuelo, se hizo panadero y, cuando se produjo un conflicto político o guerra, con un cambio de gobierno, entonces se trasladó para Cuba.

Mi mamá fue Julia Félix Veranez, nacida el 24 de diciembre de 1925 en Miranda, Holguín.

Ambos están fallecidos.

Mis abuelos maternos fueron Salomón Félix Deyet, nacido en Jeremie, y Modesta Veranez Félix, nacida en San Juan del Sur, Port Salut.

Vivíamos juntos, una casita al lado de la otra. La de Ducier, la de Teresa, la de María la gorda, la de la otra Teresa, la de mi madre…

Mi papá se dedicó en Cuba a trabajos duros: a tumbar monte, a hacer fincas (hizo como tres en el lugar en que residíamos). Cortaba los árboles, quemaba los palos y sembraba maíz y café.

Así hacían todos los haitianos que residían por allí y convirtieron en explotables todas aquella tierras de las lomas.

Pero las fincas eran de Rafael Ducier, cuyo hijo trabajaba como ingeniero mecánico en la Ciudad Universitaria José Antonio Echevarría (CUJAE), y tenía un padrino, Ramón Almirante.

Todos los años ocurría que no había dinero para comprar nada, porque siempre quebraba la finca. Ducier y Almirante se quedaban con el dinero.

A los haitianos siempre les sucedía lo mismo; no les alcanzaba el dinero cuando hacían la liquidación de la cosecha de café. Entonces les daban otro pedazo de tierra, llena de monte, para que tumbara los arbustos, la limpiara, para sembrar café.

El guajiro no tenía otro camino, tenía que seguir trabajando como ignorante y vivir con la esperanza de tener al año siguiente, en la nueva finca que había creado, la cantidad de dinero que no había logrado en ese año. Pero al siguiente período, le sucedía lo mismo.

La mayoría de los padres regalaban a sus hijos. Mi papá mandó a una de mis hermanas para la Somanta, a la otra, que murió, para la casa de la haitiana Lucilo, porque la cosa estaba dura.

Cuando llegaba la época de la cosecha las reunía para trabajar y, al terminar la cosecha, las mandaba de nuevo de vuelta.

Yo recogí café sembrado por mi padre, porque desde chiquita nos llevaban al campo, a llevarle la comida, recoger café y demás menesteres.

Todos se quejaban de tal situación pero, ¿Quién iba a reclamar? ¿A la misma persona que le decía que no quedaba nada, que la liquidación de la cosecha era 0 y se quedaba con la finca y los cafetos?

El haitiano sólo preparaba la finca, las ponía en explotación y la cosechaba.

Los haitianos no sabían leer ni escribir. Los que vinieron hacia Cuba vivían muy mal en Haití. Los que allí tenían superior status emigraron hacia las grandes ciudades de países desarrollados.

Mi padre era un hombre instruido, tenía un cuarto o quinto grado de escolaridad; mi mamá, no. Sabía un poco y siempre tenía el interés de que sus hijos aprendieran. Leía la Biblia y le enseñó a mi mamá a hacer muchas cosas. Sus hijas fuimos guiadas hacia los estudios. Mandó a mi hermana mayor a la ciudad a aprender a coser y otras cosas. Exigía que las niñas fuéramos a la escuela.

Cuando hablo de mi madre lo hago pensando que tanto ella como las otras mujeres haitianas sufrieron las consecuencias sociales imperantes. Todas ellas tenían la misma situación. Algunas venían directamente desde Haití, pero muy jovencitas; otras eran nacidas en Cuba como descendientes de haitianos.

Mi papa trabajó con mi abuelo materno, Salomón Félix Félix –que estaba en Cuba antes que él- en la zafra azucarera en el central Jurisdicción. Se casó con su hija, Julia Félix Veranes, aún una niña sin conocimiento de la vida, nacida en Cuba, y se pasó la vida procreando, enclaustrada en la casa, por el temor de mi padre de perderla.

Eso originó que mi madre estuviera siempre seria, no tenía alegría. Era una mujer muy bonita, muy hermosa, pero sin paz. Era una muchachita sin nivel cultural. ¿Qué habilidades tenía? Bordaba, tejía y cosía. Por eso, nos enseñó y todas nosotras, sabemos coser y bordar.

La única salida de la casa que hacía era los domingos, a rezar en el templo. Aprendió a leer la Biblia, cosa buena, porque no tuvo tiempo de ir a la escuela. No era feliz. No tenía las cosas que necesita el ser humano para vivir.

En el tiempo de la recogida de café mi padre regresaba a las lomas y mi abuela, Modesta Veranes Peña, se quedaba con las hijas de él.

Mi abuelo era un hombre muy serio, no se reía casi nunca, un viejo hermoso. No tenía tabúes respecto a estar vigilando constantemente a las hembras si se enamoraban o no, de si un hombre venía, enamoraba a su hija y se casaba.

A pesar de su ignorancia, mantenía una cultura y una concepción del mundo desarrollada, porque no poseía recursos para haber aprendido más.

Mi abuela, no muy hermosa pero sí cariñosa y agradable. Se podía aprender muchas cosas de ella. Vino desde Haití, dejando hijos allá, y tenía la cultura de andar limpia, bonita y de hablar con sus hijos y darles buenos consejos.

Yo no recibí de mi madre ese mismo trato que nos daba nuestra abuela. Mi abuela era otra mujer, que ya tenía familia hecha en Haití y mi abuelo, que vivió toda su vida enamorado de ella. Era una persona muy activa, que cuando hablaba había que escucharla, que decía las cosas que había que hacer, que decía lo que había que aprender, y por qué la mujer debía luchar y no estancarse. Era cristiana y de respeto, porque nunca abandonó la cultura que trajo consigo de su país y que mantuvo toda su vida en Cuba.

Los dos vivieron muchos años. Murieron de vejez: mi abuelo en el 1977 y mi abuela en el 1981.

Mi madre murió y también otras dos tías mías. Otras dos tías, Isabel y Petronila Félix Veranes, se mantienen con vida en la ciudad de Camaguey. Los tíos, se encuentran dispersos, algunos en Bayate y otros ni se por dónde.

De mis abuelos paternos no puedo decir nada porque no llegué a conocerlos. No supimos quienes eran.

De unos y otros aprendí algo muy importante en la cultura del haitiano: el respeto. Nadie podía faltarle el respeto a otra persona. No coger lo que no es de uno. Los muchachos no nos podíamos aparecer en la casa con algo que no fuera de nuestra propiedad. Se exigía mucho por eso.

Había que saludar siempre. Los hijos no podían estar presentes en las conversaciones de las personas mayores.

Se vía con miedo a ello.

Cuando llegaba a la casa una persona adulta los niños nos ocultábamos, desaparecíamos del escenario. Regularmente las hembras nos íbamos para la cocina a trabajar y a hacer otros quehaceres para que los adultos conversaran.

Era tanto la rectitud en esta situación que los hijos no llegaban a comunicarse mucho con los padres, porque esa comunicación era hasta considerada una falta de respeto.

En aquellos tiempos habían costumbres que el haitiano las llevaba demasiado lejos. Eso provocaba que habían hijos que temblaban ante la presencia del padre. La única comunicación válida era obedecer las leyes de los mayores.

Eso abundaba mucho en la comarca. En una fiesta el hijo no podía hacer nada más allá de lo que le habían dicho sus padres. Muchas de las muchachas no se podían maquillar porque el padre no quería, aun cuando tuvieran 20, 30 años o más.

Se vivía bajo el mando absoluto de los mayores

ºMi papá me mudó para casa de mi abuela y empecé a vivir con ella hasta los cinco o seis años en que me mudé con una tía casada también con un haitiano venido en un segundo grupo en aquel entonces.

Entonces vino a Cuba mi bisabuela a buscar a su hijo, mi abuelo, por la relación que éste tenía con mi abuela, quien ya era madre de los niños que había dejado en Haití. El abuelo no se quiso ir y, entonces, mi bisabuela se llevó consigo para Haití a Evelia Félix Veranes, una tía mía, quien aún se mantiene por allá, casada y con ocho hijos.

Por esa separación se perdieron los vínculos familiares, entre otras razones, porque no se carteaban debido a que no sabían leer y escribir. Recientemente una sobrina mía, que reside en Camaguey, viajó a Haití y encontró a Evelia y conversaron. Pero, según refiere mi sobrina, ella está resentida y casi nos no quiere reconocer como familiares suyos. Vive en Saint Jean, en Okay

Fui creciendo.

Aquello era una zona cafetalera y había que trabajar duro recogiendo café. Así era la vida en aquellos tiempos.

En el barrio todos eran haitianos y los viejos no dejaban que sus hijos hablaran en español. Había que hablar obligatoriamente en creole.

Mi papá quería que nosotros habláramos en francés, porque decía que el creole era la lengua de los atrasados. El nació en Francia y hubo ese problema del idioma entre él y mi mamá, que sí hablaba en creole.

Aquellos eran tiempos tristes. El domingo era un día especial. En la mañana había que ir caminando hasta la iglesia y, por la tarde, acudíamos ante un señor llamado Rafael Dulier, que tenía un poder, y se daba el culto.

El lunes todo el mundo iba para el trabajo y las muchachitas, principalmente las mayores, se quedaban en casa. Aprendían a tejer, a bordar o coser. Tenían que trabajar mucho.

Era obligado que los niños, en especial los varones, trabajaran y por lo tanto no acudían a la escuela.

No se nos dejaba comer con el plato en la mano, sino colocado en la mesa, sonar los cubiertos o soplar la comida, sí andar bien vestidos, calzados y asistir regularmente al templo. Esa era la educación familiar que recibimos

Se hacían las fiestas de pascuas, los banquetes, y todo el mundo, hasta los niños, sentados alrededor de la mesa. Eran colocados los platos típicos de Haití, las ensaladas, los dulces.

El primero de enero, Día de la Independencia de Haití, todos los vecinos confeccionaban sopa de calabaza. Aquello era muy hermoso porque todos comían en todas las casas que visitaran.

La tradición muestra que eso era así porque durante la guerra de la independencia los esclavos haitianos pasaron hambre debido a que no había mucha comida. La calabaza fue su alimento por excelencia y gracias a ella sobrevivieron.

Los haitianos con un poco de más conocimientos propusieron y lograron una vez independientes que se celebrara este día con una sopa de calabaza con carne y otros componentes.

Por eso es que, durante toda la noche anterior, se ponen a hervir los huesos de res para que, desde bien temprano el primero de enero, se pueda ya estar consumiendo la sopa de calabaza en todas las mesas de cada casa de haitiano.

También ese día cada quien estrena su ropa nueva y visita con ellas puestas a sus parientes y vecinos.

En los templos e iglesias se pasa toda la noche entonando canciones y plegarias.

Al clarear el día comienzan los festejos, muy lindos, por la independencia de Haití. En Cuba, por la conservación de nuestra cultura, siempre lo celebramos tanto los haitianos autóctonos como sus descendientes.

También se hacían festejos en la Semana Santa. En todas las casas de haitianos se disfrutaba del dulce de frijoles caballero. Cada quien visitaba a los otros y consumían mucho dulces. Mi abuela los hacía y servía a los visitantes en unos vasos.

Las comidas haitianas eran variadas. Estaba el fufú (quimbombó, mucha carne y varias viandas), que no se masticaba sino que sólo se tragaba, comían mucho frijol gandul, boniato, frijol caballero. Eran comidas parecidas a la cubana

Una tía mía tenía una escuela donde enseñaba a leer y a escribir (con la cartilla el Cristo, A, B y C). Ibamos un grupito, porque en ese barrio no había escuela y, los domingos, acudíamos a la iglesia.

Hice el segundo o tercer grado con la profesora Cristina Mato Torres, que era muy buena. Llegó el triunfo de la Revolución y construyeron una escuelita en el lugar, donde cursé los primeros grados.

Mi papá me llevó de vuelta a su lado. Estuve poco tiempo pues fue cuando me trasladé hacia La Habana a estudiar, ya con cuarto grado. La maestra me regaló el libro de La edad de oro y, por ella, se me despertó el interés por convertirme en maestra.

En el tren donde me trasladé hacia La Habana vinieron las muchachas del Plan de Becas conocido como las Ana Betancourt, en el año 1961, mucho antes del ciclón Flora.

Estuve becada en Malanga, villa Viriato, y en las vacaciones nos llevaban hacia nuestras casas. Muchas muchachitas no regresaron de nuevo a la beca, pero yo sí, estudié los otros grados de la enseñanza primaria y llegué a graduarme de maestra en 1972.

Trabajé en el Plan Primero de Mayo, en la atención a los llamados Hijos de la Patria, los huérfanos, en la zona de Miramar.

Cuando me gradué me enviaron a trabajar a Oriente, en Jamaica, Guantánamo, donde comencé mi Servicio Social y que no lo terminé porque me casé con Fidencio Velásquez Peña, ya fallecido, y tuve a mi hija, Moraima Velásquez Moisés.

Casi toda mi familia se había mudado hacia Camaguey.

Tenía entre quince y dieciséis años. Al nacer mi hija ya no quería estar en aquel lugar porque creía que podía hacer otra cosa.

Trabajé después en la ciudad de Guantánamo, en la escuela Manuel Ascunce Doménech. Tenía muchos alumnos, trabajaba mucho, pero no había avance. La directora, Ana Seisdedos, aplicaba diferencias en el tratamiento a las maestra viejas y a las nuevas. A las nuevas nos daba todos los alumnos malos, y a las maestras de mayor experiencia los alumnos con posibilidades de pasar de grado.

Me gustaba enseñar y lo hacía de buen agrado. Tenía a los muchachos de todos los barrios, aquellos que no eran hijos de “mamá y papá”.

Pensé que podía hacer algo mejor y decidí trasladarme para La Habana con mi niña. Preparé todo. Nadie supo de mis intenciones. Cuando terminó el curso me trasladé hacia La Habana. Mi hija estaba en edad de círculo infantil.

En la capital viví en muchos lugares, siempre con mi hija. Empecé a trabajar en la escuela ubicada en una antigua estación de policía en la calle Picota, en la Habana Vieja. Allí obtuve experiencias muy bonitas. Trabajé con alumnos que no eran fáciles, pero me querían tanto que yo era feliz en esa escuela. Mi hija comenzó a asistir al círculo infantil, y continuó el preescolar en la propia escuela en que yo trabajaba.

Estuve trabajando en esa escuela hasta el año 1980, en que fui a una misión internacionalista.

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