miércoles, octubre 24, 2007

JOSE A. MARTINEZ ALCANTARA, EL INTERNACIONALISTA (22-10-2004)

Significó mucho para mí cumplir la misión a la que me mandó la Revolución en Angola, como combatiente reservista.

Allí libré acciones directas combatiendo al enemigo de ese pueblo africano, pagando, como ya se ha dicho por Fidel Castro, esa deuda moral que tenemos los cubanos con los hijos de Africa que fueron arrebatados por la fuerza por los colonialistas, y traídos como esclavos tanto para Cuba, como para Haití y las demás zonas del Nuevo Continente.

Soy trabajador de la empresa ECOI-18, de Florida, Camaguey, en el Contingente Julio Sanguily. Antes trabajé en la Empresa de Cultivos Varios de Florida, en la que dediqué parte de mi juventud, participando directamente en labores de construcción.

A lo largo de los años he participado en la construcción de muchas de las escuelas y viviendas que hoy cuenta este municipio de Florida.

Soy hijo de haitianos. Mi padre se llamaba Medeise Almazan y le decían Chode. Nació en O Cayes. Mi abuelo, Camile Almazan , también de O Cayes, vino hacia Cuba en 1902, después regresó a Haití e hizo un par de viajes más a Cuba.

En 1948 vinieron a Cuba y entonces, se quedaron aquí. Se establecieron en Palma Soriano, provincia de Santiago de Cuba, para la recogida de café. Después se trasladaron hacia la colonia Santiago Pérez, en el actual municipio Carlos Manuel de Céspedes, provincia de Camaguey, donde se incorporaron al corte de caña y otras labores agrícolas como la chapea, surque de caña y otras tareas.

Mi padre se casó con mi mamá, una cubana, en Vega Honda, en Palma Soriano, antigua provincia de Oriente. Después se mudaron para Florida, en Camaguey.
Nací en 1955.

Ellos me dieron una educación que fue más allá de la que recibí en la escuela. Me prepararon para la vida, para el trabajo. Mi padre me enseñaba ha hablar en creole y me insertó en los primeros pasos y participé en algunos cortes de caña aún siendo menor.

Pero ello no impidió que siempre velara porque yo estudiara. Luchó mucho porque alcanzar los estudios superiores.

Mi padre nos narraba cómo era la vida en Haití, cómo se trabajaba allá, cómo se ayudaban unos a otros, cómo compartían sus terrenos y los cosechaban. Tenían, incluso, trapiches criollos y molían la caña.

También contaba sobre la venta que se hacía de los productos. Decía que se reunían en un lugar determinado como especie de un mercado, para vender los productos. Constantemente nos hacía anécdotas sobre eso y nos enseñaba, incluso, fotos que conservaba de esa época.

Estudié la enseñanza media superior en La Habana y continué y me gradué como Ejecutor de Obra Civil, mi actual profesión.

Me encontraba trabajando en la Empresa de Cultivos Varios de Florida me seleccionaron para cumplir la misión internacionalista en Angola.

Participé en aquella contienda y tuve un desempeño que fue reconocido. Tengo cinco o seis medallas, dos o tres estímulos y medallas de Primera Clase, como la Medalla Antonio Maceo, la Medalla Distinguida de Angola Agostino Neto, recibida por una labor realizada allá, y recientemente me hicieron llegar y entregaron aquí en Cuba la Medalla de la República Popular de Angola.

Cumplí sencillamente con la Revolución, su mandato de internacionalismo proletario, al igual que miles y miles de cubanos que han actuado en defensa de la Revolución, como ahora lo han mostrado los cinco cubanos prisioneros del imperio por haber luchado contra el terrorismo en los propios Estados Unidos de Norteamérica.
RAQUEL MOISES FELIX, LA MAESTRA

Nací el 22 de julio de 1946, en Bayate, Guantánamo.

El lugar donde yo nací era un poco complicado. Allí habían emigrado miles de haitianos que trabajaron, hicieron sus fincas y vivieron de lo que hacían.

Soy hija de Mauricio Moisés Claire, nacido el 14 de junio de 1925 en Francia, y donde trabajó como criado en una casa; de allí viajó a Haití, por un problema con la esposa de mi abuelo, se hizo panadero y, cuando se produjo un conflicto político o guerra, con un cambio de gobierno, entonces se trasladó para Cuba.

Mi mamá fue Julia Félix Veranez, nacida el 24 de diciembre de 1925 en Miranda, Holguín.

Ambos están fallecidos.

Mis abuelos maternos fueron Salomón Félix Deyet, nacido en Jeremie, y Modesta Veranez Félix, nacida en San Juan del Sur, Port Salut.

Vivíamos juntos, una casita al lado de la otra. La de Ducier, la de Teresa, la de María la gorda, la de la otra Teresa, la de mi madre…

Mi papá se dedicó en Cuba a trabajos duros: a tumbar monte, a hacer fincas (hizo como tres en el lugar en que residíamos). Cortaba los árboles, quemaba los palos y sembraba maíz y café.

Así hacían todos los haitianos que residían por allí y convirtieron en explotables todas aquella tierras de las lomas.

Pero las fincas eran de Rafael Ducier, cuyo hijo trabajaba como ingeniero mecánico en la Ciudad Universitaria José Antonio Echevarría (CUJAE), y tenía un padrino, Ramón Almirante.

Todos los años ocurría que no había dinero para comprar nada, porque siempre quebraba la finca. Ducier y Almirante se quedaban con el dinero.

A los haitianos siempre les sucedía lo mismo; no les alcanzaba el dinero cuando hacían la liquidación de la cosecha de café. Entonces les daban otro pedazo de tierra, llena de monte, para que tumbara los arbustos, la limpiara, para sembrar café.

El guajiro no tenía otro camino, tenía que seguir trabajando como ignorante y vivir con la esperanza de tener al año siguiente, en la nueva finca que había creado, la cantidad de dinero que no había logrado en ese año. Pero al siguiente período, le sucedía lo mismo.

La mayoría de los padres regalaban a sus hijos. Mi papá mandó a una de mis hermanas para la Somanta, a la otra, que murió, para la casa de la haitiana Lucilo, porque la cosa estaba dura.

Cuando llegaba la época de la cosecha las reunía para trabajar y, al terminar la cosecha, las mandaba de nuevo de vuelta.

Yo recogí café sembrado por mi padre, porque desde chiquita nos llevaban al campo, a llevarle la comida, recoger café y demás menesteres.

Todos se quejaban de tal situación pero, ¿Quién iba a reclamar? ¿A la misma persona que le decía que no quedaba nada, que la liquidación de la cosecha era 0 y se quedaba con la finca y los cafetos?

El haitiano sólo preparaba la finca, las ponía en explotación y la cosechaba.

Los haitianos no sabían leer ni escribir. Los que vinieron hacia Cuba vivían muy mal en Haití. Los que allí tenían superior status emigraron hacia las grandes ciudades de países desarrollados.

Mi padre era un hombre instruido, tenía un cuarto o quinto grado de escolaridad; mi mamá, no. Sabía un poco y siempre tenía el interés de que sus hijos aprendieran. Leía la Biblia y le enseñó a mi mamá a hacer muchas cosas. Sus hijas fuimos guiadas hacia los estudios. Mandó a mi hermana mayor a la ciudad a aprender a coser y otras cosas. Exigía que las niñas fuéramos a la escuela.

Cuando hablo de mi madre lo hago pensando que tanto ella como las otras mujeres haitianas sufrieron las consecuencias sociales imperantes. Todas ellas tenían la misma situación. Algunas venían directamente desde Haití, pero muy jovencitas; otras eran nacidas en Cuba como descendientes de haitianos.

Mi papa trabajó con mi abuelo materno, Salomón Félix Félix –que estaba en Cuba antes que él- en la zafra azucarera en el central Jurisdicción. Se casó con su hija, Julia Félix Veranes, aún una niña sin conocimiento de la vida, nacida en Cuba, y se pasó la vida procreando, enclaustrada en la casa, por el temor de mi padre de perderla.

Eso originó que mi madre estuviera siempre seria, no tenía alegría. Era una mujer muy bonita, muy hermosa, pero sin paz. Era una muchachita sin nivel cultural. ¿Qué habilidades tenía? Bordaba, tejía y cosía. Por eso, nos enseñó y todas nosotras, sabemos coser y bordar.

La única salida de la casa que hacía era los domingos, a rezar en el templo. Aprendió a leer la Biblia, cosa buena, porque no tuvo tiempo de ir a la escuela. No era feliz. No tenía las cosas que necesita el ser humano para vivir.

En el tiempo de la recogida de café mi padre regresaba a las lomas y mi abuela, Modesta Veranes Peña, se quedaba con las hijas de él.

Mi abuelo era un hombre muy serio, no se reía casi nunca, un viejo hermoso. No tenía tabúes respecto a estar vigilando constantemente a las hembras si se enamoraban o no, de si un hombre venía, enamoraba a su hija y se casaba.

A pesar de su ignorancia, mantenía una cultura y una concepción del mundo desarrollada, porque no poseía recursos para haber aprendido más.

Mi abuela, no muy hermosa pero sí cariñosa y agradable. Se podía aprender muchas cosas de ella. Vino desde Haití, dejando hijos allá, y tenía la cultura de andar limpia, bonita y de hablar con sus hijos y darles buenos consejos.

Yo no recibí de mi madre ese mismo trato que nos daba nuestra abuela. Mi abuela era otra mujer, que ya tenía familia hecha en Haití y mi abuelo, que vivió toda su vida enamorado de ella. Era una persona muy activa, que cuando hablaba había que escucharla, que decía las cosas que había que hacer, que decía lo que había que aprender, y por qué la mujer debía luchar y no estancarse. Era cristiana y de respeto, porque nunca abandonó la cultura que trajo consigo de su país y que mantuvo toda su vida en Cuba.

Los dos vivieron muchos años. Murieron de vejez: mi abuelo en el 1977 y mi abuela en el 1981.

Mi madre murió y también otras dos tías mías. Otras dos tías, Isabel y Petronila Félix Veranes, se mantienen con vida en la ciudad de Camaguey. Los tíos, se encuentran dispersos, algunos en Bayate y otros ni se por dónde.

De mis abuelos paternos no puedo decir nada porque no llegué a conocerlos. No supimos quienes eran.

De unos y otros aprendí algo muy importante en la cultura del haitiano: el respeto. Nadie podía faltarle el respeto a otra persona. No coger lo que no es de uno. Los muchachos no nos podíamos aparecer en la casa con algo que no fuera de nuestra propiedad. Se exigía mucho por eso.

Había que saludar siempre. Los hijos no podían estar presentes en las conversaciones de las personas mayores.

Se vía con miedo a ello.

Cuando llegaba a la casa una persona adulta los niños nos ocultábamos, desaparecíamos del escenario. Regularmente las hembras nos íbamos para la cocina a trabajar y a hacer otros quehaceres para que los adultos conversaran.

Era tanto la rectitud en esta situación que los hijos no llegaban a comunicarse mucho con los padres, porque esa comunicación era hasta considerada una falta de respeto.

En aquellos tiempos habían costumbres que el haitiano las llevaba demasiado lejos. Eso provocaba que habían hijos que temblaban ante la presencia del padre. La única comunicación válida era obedecer las leyes de los mayores.

Eso abundaba mucho en la comarca. En una fiesta el hijo no podía hacer nada más allá de lo que le habían dicho sus padres. Muchas de las muchachas no se podían maquillar porque el padre no quería, aun cuando tuvieran 20, 30 años o más.

Se vivía bajo el mando absoluto de los mayores

ºMi papá me mudó para casa de mi abuela y empecé a vivir con ella hasta los cinco o seis años en que me mudé con una tía casada también con un haitiano venido en un segundo grupo en aquel entonces.

Entonces vino a Cuba mi bisabuela a buscar a su hijo, mi abuelo, por la relación que éste tenía con mi abuela, quien ya era madre de los niños que había dejado en Haití. El abuelo no se quiso ir y, entonces, mi bisabuela se llevó consigo para Haití a Evelia Félix Veranes, una tía mía, quien aún se mantiene por allá, casada y con ocho hijos.

Por esa separación se perdieron los vínculos familiares, entre otras razones, porque no se carteaban debido a que no sabían leer y escribir. Recientemente una sobrina mía, que reside en Camaguey, viajó a Haití y encontró a Evelia y conversaron. Pero, según refiere mi sobrina, ella está resentida y casi nos no quiere reconocer como familiares suyos. Vive en Saint Jean, en Okay

Fui creciendo.

Aquello era una zona cafetalera y había que trabajar duro recogiendo café. Así era la vida en aquellos tiempos.

En el barrio todos eran haitianos y los viejos no dejaban que sus hijos hablaran en español. Había que hablar obligatoriamente en creole.

Mi papá quería que nosotros habláramos en francés, porque decía que el creole era la lengua de los atrasados. El nació en Francia y hubo ese problema del idioma entre él y mi mamá, que sí hablaba en creole.

Aquellos eran tiempos tristes. El domingo era un día especial. En la mañana había que ir caminando hasta la iglesia y, por la tarde, acudíamos ante un señor llamado Rafael Dulier, que tenía un poder, y se daba el culto.

El lunes todo el mundo iba para el trabajo y las muchachitas, principalmente las mayores, se quedaban en casa. Aprendían a tejer, a bordar o coser. Tenían que trabajar mucho.

Era obligado que los niños, en especial los varones, trabajaran y por lo tanto no acudían a la escuela.

No se nos dejaba comer con el plato en la mano, sino colocado en la mesa, sonar los cubiertos o soplar la comida, sí andar bien vestidos, calzados y asistir regularmente al templo. Esa era la educación familiar que recibimos

Se hacían las fiestas de pascuas, los banquetes, y todo el mundo, hasta los niños, sentados alrededor de la mesa. Eran colocados los platos típicos de Haití, las ensaladas, los dulces.

El primero de enero, Día de la Independencia de Haití, todos los vecinos confeccionaban sopa de calabaza. Aquello era muy hermoso porque todos comían en todas las casas que visitaran.

La tradición muestra que eso era así porque durante la guerra de la independencia los esclavos haitianos pasaron hambre debido a que no había mucha comida. La calabaza fue su alimento por excelencia y gracias a ella sobrevivieron.

Los haitianos con un poco de más conocimientos propusieron y lograron una vez independientes que se celebrara este día con una sopa de calabaza con carne y otros componentes.

Por eso es que, durante toda la noche anterior, se ponen a hervir los huesos de res para que, desde bien temprano el primero de enero, se pueda ya estar consumiendo la sopa de calabaza en todas las mesas de cada casa de haitiano.

También ese día cada quien estrena su ropa nueva y visita con ellas puestas a sus parientes y vecinos.

En los templos e iglesias se pasa toda la noche entonando canciones y plegarias.

Al clarear el día comienzan los festejos, muy lindos, por la independencia de Haití. En Cuba, por la conservación de nuestra cultura, siempre lo celebramos tanto los haitianos autóctonos como sus descendientes.

También se hacían festejos en la Semana Santa. En todas las casas de haitianos se disfrutaba del dulce de frijoles caballero. Cada quien visitaba a los otros y consumían mucho dulces. Mi abuela los hacía y servía a los visitantes en unos vasos.

Las comidas haitianas eran variadas. Estaba el fufú (quimbombó, mucha carne y varias viandas), que no se masticaba sino que sólo se tragaba, comían mucho frijol gandul, boniato, frijol caballero. Eran comidas parecidas a la cubana

Una tía mía tenía una escuela donde enseñaba a leer y a escribir (con la cartilla el Cristo, A, B y C). Ibamos un grupito, porque en ese barrio no había escuela y, los domingos, acudíamos a la iglesia.

Hice el segundo o tercer grado con la profesora Cristina Mato Torres, que era muy buena. Llegó el triunfo de la Revolución y construyeron una escuelita en el lugar, donde cursé los primeros grados.

Mi papá me llevó de vuelta a su lado. Estuve poco tiempo pues fue cuando me trasladé hacia La Habana a estudiar, ya con cuarto grado. La maestra me regaló el libro de La edad de oro y, por ella, se me despertó el interés por convertirme en maestra.

En el tren donde me trasladé hacia La Habana vinieron las muchachas del Plan de Becas conocido como las Ana Betancourt, en el año 1961, mucho antes del ciclón Flora.

Estuve becada en Malanga, villa Viriato, y en las vacaciones nos llevaban hacia nuestras casas. Muchas muchachitas no regresaron de nuevo a la beca, pero yo sí, estudié los otros grados de la enseñanza primaria y llegué a graduarme de maestra en 1972.

Trabajé en el Plan Primero de Mayo, en la atención a los llamados Hijos de la Patria, los huérfanos, en la zona de Miramar.

Cuando me gradué me enviaron a trabajar a Oriente, en Jamaica, Guantánamo, donde comencé mi Servicio Social y que no lo terminé porque me casé con Fidencio Velásquez Peña, ya fallecido, y tuve a mi hija, Moraima Velásquez Moisés.

Casi toda mi familia se había mudado hacia Camaguey.

Tenía entre quince y dieciséis años. Al nacer mi hija ya no quería estar en aquel lugar porque creía que podía hacer otra cosa.

Trabajé después en la ciudad de Guantánamo, en la escuela Manuel Ascunce Doménech. Tenía muchos alumnos, trabajaba mucho, pero no había avance. La directora, Ana Seisdedos, aplicaba diferencias en el tratamiento a las maestra viejas y a las nuevas. A las nuevas nos daba todos los alumnos malos, y a las maestras de mayor experiencia los alumnos con posibilidades de pasar de grado.

Me gustaba enseñar y lo hacía de buen agrado. Tenía a los muchachos de todos los barrios, aquellos que no eran hijos de “mamá y papá”.

Pensé que podía hacer algo mejor y decidí trasladarme para La Habana con mi niña. Preparé todo. Nadie supo de mis intenciones. Cuando terminó el curso me trasladé hacia La Habana. Mi hija estaba en edad de círculo infantil.

En la capital viví en muchos lugares, siempre con mi hija. Empecé a trabajar en la escuela ubicada en una antigua estación de policía en la calle Picota, en la Habana Vieja. Allí obtuve experiencias muy bonitas. Trabajé con alumnos que no eran fáciles, pero me querían tanto que yo era feliz en esa escuela. Mi hija comenzó a asistir al círculo infantil, y continuó el preescolar en la propia escuela en que yo trabajaba.

Estuve trabajando en esa escuela hasta el año 1980, en que fui a una misión internacionalista.
GONZALO ALTIDO ALLINO, EL GUANTANAMERO RECUERDA UNA EPOCA

No pretendo contar un cuento ni escribir una historia. Simplemente narraré pasajes de mi vida como descendiente de haitiano en Cuba.

Nací el tres de diciembre de 1933 en una finca cañera llamada Manantial, formada aproximadamente por unas 27 caballerías, en el actual municipio de El Salvador, de la provincia de Guantánamo.


El dueño de la finca era Luis Faure, casado, y su esposa tenía otra finca más pequeña, de unas siete caballerías. Colindaba con las fincas cañeras San Manuel, al Este, San Felipe al Oeste, San Bartolo, al Norte y San Manuel al Sur. La finca tenía un mayoral, Felito, persona pacífica.

Soy hijo de Ceduan Artido Montera, rebautizado en Cuba como Eduardo, y de Angili Allinó Yebe, ambos nacidos en Port Salut, Haití. El llegó a Cuba en el 1914, los diez años de edad, y ella en el propio año en que nació, en 1925, los dos por Santiago de Cuba. De allí fueron a parar a Guantánamo, donde residieron hasta sus últimos días

En total fuimos siete hijos del matrimonio de ellos dos: seis varones (uno ya fallecido) y una hembra (fallecida).

También vinieron a Cuba una hermana y un hermano de mi padre y un hermano de mi madre, todos fallecidos ya.

Había una haitiana que hacía de comadrona. Su nombre: Cristina Semaná. Ella también nos cortó el ombligo a casi todos los jóvenes descendientes de haitianos nacidos en la zona. No tenía descanso. A veces era buscada a altas horas de la noche o de madrugada para atender a una parturienta.

En este lugar crecimos varios jóvenes en la misma época, unos 25 hijos de haitianos de más o menos la misma edad, éramos muy unidos. Allí también había jamaicanos que compartían con nosotros.

Nos reuníamos para ir a la escuela, en un lugar llamado Agapito, a tres kilómetros de donde yo vivía, pero a todos se nos hacía camino ir a ella. El dueño de aquella finca tenía cinco hijos (hembras y varones) y por eso accedió a que se instalara allí ese centro de enseñanza.

Cuando salíamos en el horario de receso nos íbamos hasta los campos de siembra cercanos a comer caña, guayaba, ciruela y otras frutas. que quedaba a cuatro kilómetros de distancia.

Jugábamos a la pelota, nos bañábamos en los pequeños arroyuelos de la zona y así pasábamos parte del tiempo que no dedicábamos a trabajar en el campo.

También íbamos a las fiestas de bembé y otros lugares.

En el lugar llamado Santa Rita se efectuaba bembés los días 16 y 17 de diciembre, celebrando la fecha de San Lázaro. Valentín estaba al frente de un bembé y un tal Yira atendía otro. Este último, tiempo después, en época de la lucha revolucionaria contra el dictador Fulgencio Batista, fue ejecutado por los rebeldes, ya que se dedicaba a chivatear a los revolucionarios y a gentes sencillas de la zona.

Otra fiesta que se celebraba era e 21 de abril, el día de San Anselmo. Se celebraban bautizos, corrida de caballos y bailes populares.

En contadas ocasiones nos íbamos para el cine -distante a cinco kilómetros- y, al regresar a nuestras casas, nos cambiábamos de ropa e íbamos directo para el corte de caña y aprovechar el tiempo nocturno o de madrugada, sin sol.

Más al Oeste de donde nací estaba el central Ermita (hoy Costa Rica), dirigido por Juan Linares, persona muy exigente. Los dueños, mister Randol, mister Elmo y mister Sam, eran norteamericanos. Allí quedaba el cine donde se daban funciones con dos filmes en cada tanda por diez centavos la entrada. Otro lugar al cual íbamos al cine era en Cuneira, a cinco kilómetros del lugar de residencia. Allí también acudíamos a jugar pelota, a escuchar música en la victrolas de los bares y a pasear por el andén ferroviario.

En otro sitio, llamado San Manuel, distante a dos kilómetros de mi zona, jugábamos a la pelota, íbamos a una pequeña presa donde nos bañábamos y bañábamos a los animales. Un carnero era dedicado a dar vueltas alrededor de la bomba mediante la cual les llegaba el agua a un tanque para su distribución entre los vecinos. Varios haitianos y jamaicanos residían en el lugar.

Asistíamos regularmente sábado y domingos a un bar nombrado “El Bayeye, donde había una victrola (o traganiquel). Su dueño se nombraba Erbidelio.

En una oportunidad se realizaba una fiesta en el local del sindicato y, de pronto, se produjo un accidente ferroviario. El tren cañero iba subiendo una pendiente y no la pudo rebasar. Le hicieron un corte pero la parte de atrás retrocedía y colisionó contra otro tren que estaba detenido en la distancia. Hubo un muerto y pérdidas materiales de consideración.

Cerca de mi casa vivía la familia de apellido Cruz. El viejo era una persona pacífica, muy tratable. Pero su mujer era agresiva. Tenían varios árboles de mango y los muchachos íbamos a buscar esa fruta y, en muchas ocasiones, ella nos lo negaba.

En otro lugar cercano, La Retranca, vivía una familia de apellido Acebal. Varios de sus muchachos iban con nosotros a la escuela y a jugar pelota.

Una familia adinerada, los Casal, poseían en la zona tiendas comerciales, camiones, una farmacia y también en Santiago de Cuba un almacén. Antes que ellos hubo una sociedad dominada por un tal Pedro Torrel, quien le vendió sus propiedades a los Casal.

La zona era asentamientos de varios haitianos en la década de 1930. Se dedicaban a cortar caña y a otras labores como trabajar en los campos de sembradíos de frutos menores.

Estaba Carlos, sobrino de Niní y de Fela. Niní tenía una finquita en el lugar conocido por La Victoria, y Fela otra en San Juan.

Más adelante quedaban San Bartolo Arriba y San Bartolo Abajo, asentamientos haitianos de cortadores de caña. Varias haitianas se dedicaban en ambos lugares la venta de dulces, pan, bacalao y otros alimentos de la culinaria haitiana.

Margarita, otra haitiana, y la familia de Ane poseían finquitas sembradas de caña.

Muchos de aquellos haitianos fueron repatriados a Haití en esa época de 1930, un grupo grande no quería irse. Fueron obligados, a una salida forzosa. Esto sucedió masivamente, al menos en dos oportunidades, según recuerdo.

Otro mayoral, Antonio María Alemañy, en el batey , era una persona muy popular en el territorio. Organizaba fiestas en su casa en las que participaban muchas personas distintas. No hacía distinción de clases.

El batey, distante unos dos kilómetros de donde vivíamos, se mantenía alegre. Residía allí muchas familias humildes, como los Pico, los Ventura, los Ruiz, los Aguilera, los Puebla, los Masso y tantas otras. Vivían varios haitianos y jamaicanos. Abundaban las muchachas bonitas. Se jugaba mucho a la pelota y se daban fiestas.

Vivían allí Cipriano Salazar, Panuncia, Arrastre, Lamotte y otros veteranos de la Guerra de Independencia. Lamotte acostumbraba a declarar que, si cuando el marine norteamericano ultrajó a José Martí subiéndose en su estatua en el Parque Central, en la capital del país, y orinarse desde allá arriba, él, en persona, lo hubiera matado por esa falta de respeto.

Al comenzar el período de cortes de caña todo se ponía en función de esa actividad. Era un martirio participar pues era prácticamente el único trabajo accesible para los haitianos. Se formaban discusiones y hasta broncas por tener un “cayo” de caña para participar en los cortes. Recuerdo una famosa riña de estas entre uno llamado Genaro y otro que no recuerdo su nombre. Aquello fue terrible entre esos dos hombres enredados por ganarse el derecho a trabajar en el corte de caña.

La vida nos obligaba a ello para enfrentar y sobrevivir aquella sociedad. En el llamado “tiempo muerto” compartíamos lo poco que teníamos. Se salía hacia las zonas cafetaleras, para participar en su cosecha, donde se pagaba muy bajo precio por cada lata del grano recogido.

Las injusticias con los haitianos eran de todo tipo.

Teodoro Martínez, un policía designado para aquella zona, se distinguía por su conducta abusiva y aprovechadora. Era hermano del mayoral Felito. En una oportunidad quiso abusar de su tío político, quien tuvo que guarecerse en casa de una familia vecina. Un haitiano empleado de la finca, llamado Luisma, intervino y protegió al perseguido.

El propio policía, impulsado por los chismes de su esposa acerca de problemas sobre animales que no quería que los amarraran en los pastos mejores, fue en una oportunidad a mi casa. Ofendió a mi padre y a un hermano mío. Eso provocó que se entablar una acción judicial, en aquel entonces en la ciudad de Santiago de Cuba, pero que finalmente todo quedó amañado a favor del policía y de su esposa.


Rancho Grande se llamaba el lugar donde había un centro comercial propiedad de la familia Casal. Allí había un mayoral llamado Montero, siempre de visita en el Cuartel de la Guardia Rural denunciando injustificadamente a las personas. Tenía su casa atrincherada, rodeada de una barrera con sacos de arena, y poseía un arma de fuego.

En una ocasión estábamos cortando caña en San Juan. Habían transcurrido varios días y no se recogía la caña cortada. Fui aproximadamente a la una de la tarde a hablar con el mayoral Montero para que nos mandara un camión para sacar la caña amontonada en el suelo. Lo encontré sentado en el portal de su casa. Lo saludé y le planteé el asunto. Con tono despectivo me respondió y negó lo que le estaba proponiendo. Su argumento: había que sacar primero la caña de la Compañía primero que la de los colonos.

Según versiones de la época, se decía amigo personal del dictador Fulgencio Batista. Fue ajusticiado en tiempos de Revolución por su mala conducta con los trabajadores.